'Mujer en el baño', por Roy Lichtentein |
Cada día la misma rutina. Él, con paso lento después de levantarse, parecía arrastrar
los pies por el pasillo. Golpeaba la puerta débilmente
–aunque era innecesario, ya que su
presencia se había anunciado tras su penosa marcha y varios accesos de tos–.
Hace muchos años que ya no dormían en la misma habitación y a pesar de ello, en aquel instante era como si estuvieran juntos y una pared invisible, a manera de galería, mostrara a dos fotografías antiguas, una frente a la otra. Él miraba el postigo con aquellos ojos de animal viejo y enfermo. Ella, recostada y de cara a la almohada, con ese rostro resignado que se había petrificado en algún punto del tiempo. Luego venía el baño. Su cuerpo había dejado de producir impresión en ella, ya no podía decir si era horrible o por lo menos viejo. En su cabeza tan sólo podía resumir líneas de expresión, arrugas, piel caída y ninguna de estas imágenes le despertaba emoción alguna. Era como un muñeco de trapo al que, cada día, debía lavar. Entonces ocurrió.
Hace muchos años que ya no dormían en la misma habitación y a pesar de ello, en aquel instante era como si estuvieran juntos y una pared invisible, a manera de galería, mostrara a dos fotografías antiguas, una frente a la otra. Él miraba el postigo con aquellos ojos de animal viejo y enfermo. Ella, recostada y de cara a la almohada, con ese rostro resignado que se había petrificado en algún punto del tiempo. Luego venía el baño. Su cuerpo había dejado de producir impresión en ella, ya no podía decir si era horrible o por lo menos viejo. En su cabeza tan sólo podía resumir líneas de expresión, arrugas, piel caída y ninguna de estas imágenes le despertaba emoción alguna. Era como un muñeco de trapo al que, cada día, debía lavar. Entonces ocurrió.
Una
mañana
de abril mientras tallaba su espalda, observó cómo los rastros de
pellejo se mezclaban
con el agua jabonosa y se deslizaban por el sifón. Le pareció que la
espiral
producida por la espuma y el líquido gris formaban un ojo con de pupila
oscura y de repente, tras unos segundos de verlo, se dio cuenta
de su propia desnudez. Casi sin querer volteó hacia el espejo que estaba
frente
a la tina de baño, del cual siempre había huido, y se horrorizó. Allí
estaba ella,
inclinada frente al hombre al que había jurado lealtad absoluta y no
pudo
reconocerse en el cuerpo marchito y borroso que le ofrecía el reflejo.
No
recordaba cuándo había decidido dejar de vestirse para bañarlo,
seguramente fue
una de aquellas decisiones mecánicas e inconscientes que había adoptado con el paso del
tiempo, como dejar de maquillarse o comprar adornos para la casa. Los
brazos del anciano temblaban y se contraían sobre
sus piernas. Lo vio y se sintió desdichada. Ella
recordó la mirada cándida de aquel muchacho pelirrojo que le
propuso matrimonio casi balbuceando y no pudo reprimir una lágrima.
Sin embargo, esbozó una sonrisa por los buenos tiempos. Tomó la esponja otra vez, la
exprimió y acarició la
espalda pálida con suavidad y firmeza, casi como una madre. Él se dio
vuelta y le sonrió.
Ella sintió cómo algo renacía dentro y se alegró casi con alivio. Lo
amaba y
eso la había convertido en aquello que era. Por eso, cuando el juez le
preguntó
por qué había envenenado a su esposo, tan sólo atinó a decir
“por compasión” como una autómata, pero en el fondo sabía que había sido
un acto de amor, el más
puro y solemne que un mortal pudiera permitirse hacia otro.
Yo se lo agradecí siempre.
Yo se lo agradecí siempre.